En épocas remotas, las mujeres se sentaban
en la proa de la canoa y los hombres en la popa. Eran las mujeres quienes
cazaban y pescaban. Ellas salían de las aldeas y volvían cuando podían o
querían. Los hombres montaban las chozas, preparaban la comida, mantenían
encendidas las fogatas contra el frío, cuidaban a los hijos y curtían las pieles
de abrigo.
Así era la vida
entre los indios onas y los yaganes, en la Tierra del Fuego, hasta que un día
los hombres mataron a todas las mujeres y se pusieron las máscaras que las
mujeres habían inventado para darles terror.
Solamente las niñas recién
nacidas se salvaron del exterminio. Mientras ellas crecían, los asesinos les
decían y les repetían que servir a los hombres era su destino. Ellas lo
creyeron. También lo creyeron sus hijas y las hijas de sus hijas.